Cuenta la leyenda que la espada del rey Ricardo era tosca, pesada, recta y brillante mientras que la espada de Saladino era esbelta, ligera y de un color azul opaco. Ricardo I, para demostrar las virtudes de su espada, cortó una barra de hierro con un solo golpe. Saladino, cogió un cojín de seda y lo partió sin ningún esfuerzo.
Documento en el que Saladino solicita la esquirla del Cáliz de Doña Urraca. |
En Palestina a finales del siglo XII. Los dos enemigos en la guerra de las Cruzadas cristianas se jactaban del poder de sus respectivas espadas. Ricardo tomó su enorme espada, la levantó con sus dos manos y la dejó caer con toda su fuerza sobre una maza de acero. El impacto de la espada hizo saltar a la maza hecha pedazos. Saladino fue más sutil. Colocó su espada encima de un mullido cojín de pluma y la jaló suavemente. Sin ningún esfuerzo ni resistencia la espada se hundió en el cojín hasta cortarlo completamente como si fuera mantequilla. Ricardo y sus acompañantes europeos se miraron unos a otros con incredulidad. Las dudas se disiparon cuando Saladino arrojó un velo hacia arriba y, cuando flotaba en el aire, lo cortó suavemente con su espada.
La espada de Ricardo Corazón de León era tosca, pesada, recta y brillante. La de Saladino, por el contrario, era esbelta, ligera y de un azul opaco que, visto más de cerca, era producido por una textura compuesta de millones de curvas oscuras en un fondo blanco que caracterizan a los aceros de Damasco. Era tan dura que se podría afilar como navaja de afeitar y a la vez era sumamente tenaz, de manera que podía absorber los golpes del combate sin romperse. Era difícil para los europeos aceptar que la dureza y la tenacidad se podían conjugar de una manera tan extraordinaria. Todavía más difícil de aceptar resultó el entender y dominar la técnica de fabricación de los aceros de Damasco en las herrerías de Occidente. La cosa no duró años, ni décadas: tomó siglos.
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