Caudillo del Rif
[Entrevista con el líder independentista rifeño Mohamed Abdelkrim y su hermano]
Luis de Oteyza
Es la plácida hora en que la tarde refresca, y grato el lugar: una de las galerías de la casa de Mohamed Azarkan, abierta al verde de la Vega y a los azules del mar y del cielo. Con el Pajarito, que en mi honor los ha convocado, me rodean Abd-el-Krim el joven; Mohammedi Ben Hadj, su ayudante en el ministerio de Estado; El Maal-lem, jefe de los guardias del mar; Abd-el-Krim Ben Siam, segundo de Abd-Salam en el ministerio del Interior, y Mohamed Quijote, el comandante de la artillería. Platicamos, o como ellos dicen onomatopéyicamente, nos entregamos al chau-chau.
El momento y la ocasión son propicios para obtener informes.
—¿Os causaría una gran sorpresa, al atacar Annual, no que la posición cayera, pues al atacarla es porque esperabais conseguirlo, pero sí que todas las demás posiciones se desplomasen también?
Tomo un sorbo de mi taza, doy una chupada a mi pipa, y espero. Los rifeños se miran unos a otros. Pajarito sonríe. Al fin, M’hammad Abd-el-Krim toma la palabra:
—Pero, ¿cree usted eso? ¿Hay alguien en España que crea eso?
—¿El qué? –pregunto, haciéndome el ignorante.
—Que el levantamiento de las cabilas sometidas no estaba preparado –me contesta.
Hago un esfuerzo tal para contener mi emoción, que siento contraérseme los músculos al tirón de los nervios. Logro así que no me tiemble ni la voz, y puedo decir entonadamente:
—Estaba, pues, preparado el alzamiento.
—Desde abril –responde M’hammad–. Y crea usted que no nos costó gran trabajo hacerlo.
Cambia unas palabras en árabe con Mohammedi Ben Hadj, quien, volviéndose a mí, dice:
—Poco trabajo. ¿Sabes tú? Nadie querer obedecer españoles. Estar quietos por fuerza. Yo, yo decirles que luchar, y todos, todos ponerse contentos. Yo ser el que ir.
—Pero –pregunto–, ¿y nuestra Policía indígena no se enteró?
—Enterarse, claro que enterarse. Y no decir nada. Policía decir lo que querer, sólo lo que querer. Y cobrar duros. Encima cobrar duros.
Ríe Ben Hadj con risa de lobo y ríen los demás. Luego me miran, como extrañados de que no me ría yo con cosa tan cómica.
M’hammad Abd-el-Krim, considerando lo que me pasa, me dice:
—Es triste, pero así es. Hágase usted cargo. Además, que odian la ocupación. No tiene usted idea de la que les hacen sufrir, de lo que les vejan, de lo que les torturan.
— Pero serán excepciones.
—No, no; son todos. Y la mayor parte sin malicia. ¡Si es que no comprenden! Nuestra justicia es nuestra religión. Ya sabe usted que las leyes todas están contenidas en el Corán. Nuestros jueces son por eso sacerdotes juntamente. Y se pone a ejercer de juez un capitán de mía, que, por desconocer cuanto a nuestros usos se refiere, ignora hasta el idioma. Aun siendo bueno, y los ha habido muy malos, tiene que proceder mal. ¡No comprenden! Pero, ¿cómo van a comprender ellos si ni los más encumbrados comprenden? Un detalle, señor: en Nador han hecho una iglesia, que no sé qué falta haría, ya que el poblado no tiene cincuenta españoles y está a un cuarto de hora de Melilla, y en el altar mayor han colocado a Santiago matando moros.”..
El momento y la ocasión son propicios para obtener informes.
—¿Os causaría una gran sorpresa, al atacar Annual, no que la posición cayera, pues al atacarla es porque esperabais conseguirlo, pero sí que todas las demás posiciones se desplomasen también?
Tomo un sorbo de mi taza, doy una chupada a mi pipa, y espero. Los rifeños se miran unos a otros. Pajarito sonríe. Al fin, M’hammad Abd-el-Krim toma la palabra:
—Pero, ¿cree usted eso? ¿Hay alguien en España que crea eso?
—¿El qué? –pregunto, haciéndome el ignorante.
—Que el levantamiento de las cabilas sometidas no estaba preparado –me contesta.
Hago un esfuerzo tal para contener mi emoción, que siento contraérseme los músculos al tirón de los nervios. Logro así que no me tiemble ni la voz, y puedo decir entonadamente:
—Estaba, pues, preparado el alzamiento.
—Desde abril –responde M’hammad–. Y crea usted que no nos costó gran trabajo hacerlo.
Cambia unas palabras en árabe con Mohammedi Ben Hadj, quien, volviéndose a mí, dice:
—Poco trabajo. ¿Sabes tú? Nadie querer obedecer españoles. Estar quietos por fuerza. Yo, yo decirles que luchar, y todos, todos ponerse contentos. Yo ser el que ir.
—Pero –pregunto–, ¿y nuestra Policía indígena no se enteró?
—Enterarse, claro que enterarse. Y no decir nada. Policía decir lo que querer, sólo lo que querer. Y cobrar duros. Encima cobrar duros.
Ríe Ben Hadj con risa de lobo y ríen los demás. Luego me miran, como extrañados de que no me ría yo con cosa tan cómica.
M’hammad Abd-el-Krim, considerando lo que me pasa, me dice:
—Es triste, pero así es. Hágase usted cargo. Además, que odian la ocupación. No tiene usted idea de la que les hacen sufrir, de lo que les vejan, de lo que les torturan.
— Pero serán excepciones.
—No, no; son todos. Y la mayor parte sin malicia. ¡Si es que no comprenden! Nuestra justicia es nuestra religión. Ya sabe usted que las leyes todas están contenidas en el Corán. Nuestros jueces son por eso sacerdotes juntamente. Y se pone a ejercer de juez un capitán de mía, que, por desconocer cuanto a nuestros usos se refiere, ignora hasta el idioma. Aun siendo bueno, y los ha habido muy malos, tiene que proceder mal. ¡No comprenden! Pero, ¿cómo van a comprender ellos si ni los más encumbrados comprenden? Un detalle, señor: en Nador han hecho una iglesia, que no sé qué falta haría, ya que el poblado no tiene cincuenta españoles y está a un cuarto de hora de Melilla, y en el altar mayor han colocado a Santiago matando moros.”..
—Hágame usted el favor, Mahomed. ¿Quiere darme los verdaderos antecedentes de la cuestión?... Ustedes, su padre, su hermano, su tío, eran amigos de España. ¿Cómo y por qué dejaron de serlo? Esta enemistad es lo que ha traído la resistencia de los beniurriagueles, y con ello todo lo demás. Cuénteme.
El joven Abd-el-Krim se concentra un momento, y luego habla pausado, pero sin interrupción. He aquí lo que dijo:
—Los beniurriagueles no se habían sometido jamás a ningún dominio extraño. ¡Ni el poder del sultán reconocían! Y mi familia, los Abd-el-Krimnes, eran en la tribu la suprema autoridad. Mi padre, al morir el suyo, tomó el mando. Mi padre era un hombre ilustrado y progresivo, que comprendió la necesidad de civilizar el Rif. Para ello preparó a sus hijos. Yo, que era un niño, fui enviado a Málaga a un colegio, donde cursé el bachillerato y la carrera de maestro normal, siendo mandado a Madrid después a estudiar para ingeniero. Mi hermano, ya mayor, abogado y sacerdote musulmán, marchó a Melilla. Mi padre, considerando que lo que se proponía había de conseguirlo con la ayuda de una nación europea, escogió a España, la más próxima y la de carácter más parecido al nuestro. Quería una unión con ella y preparaba la aceptación del protectorado, de un protectorado de verdad.
Éste había de ser conservando a los rifeños sus usos, sus costumbres y sus leyes, y la ocupación militar, poniendo las fuerzas al servicio, a la orden de las autoridades indígenas. Esto esperaba mi padre; pero vio que era al contrario. Y vio que era, además, con arbitrariedades, con abusos, con atropellos. Protestó entonces ante los gobernantes de España y de Marruecos. La contestación fue decirle que se pusieran en manos de Jordana. Se negó y encarcelaron a Mohamed.
Pacientemente esperó mi padre a que éste fuera liberado y pudiera retirarse de Melilla. Enseguida aguardó el fin del curso para que llegase yo a Alhucemas sin obstáculos en el camino. Y teniéndonos ya seguros, rompió todo trato con España.
Mi hermano tampoco quería ya nada más. Sin embargo, yo… Al comenzar el nuevo curso, Ximénez, el director de la Residencia de Estudiantes, y Aguirre, el del ministerio de Estado, me escribieron diciéndome que volviese, a lo cual respondí con largas cartas explicando lo ocurrido, pidiéndoles que se interesasen por la situación de Marruecos, y advirtiéndoles que si España seguía así habría una guerra, porque estaban muy excitados los ánimos; principalmente, en las cabilas sometidas. Acababa diciéndoles que se nombrase una persona civil inteligente que hiciera un viaje de inspección. No me contestaron. Y supe que se habían enviado copias de mis cartas a los Comandantes de Melilla y Tetuán, los cuales decían que había que escarmentarme por la falta de respeto.
Ha callado un momento el joven Abd-el-Krim. Vacila... Al fin se decide a decirme:
—No voy a ocultarte nada. Mi padre quería atacaros, y cuando operasteis sobre Tafersit salió con una harka; pero regresó enfermo, y al poco tiempo murió.
—¿Entonces tomó el mando el hermano de usted? –pregunto.
—Sí; mi tío Abd-Salam, que es El Jatabi hoy, y yo, le apoyamos. Tuvo el mando supremo. Y decidió permanecer a la defensiva. Claro que preparando fuerzas, uniendo a las cabilas, previniendo, esto es, un ataque.
—¿Y esperaban ustedes quietos?
—Quietos del todo. No hablamos siquiera a las cabilas sometidas.
—Queríamos aún –añade Mahomed– ver si la paz era posible.
—¿Hicieron ustedes gestiones para ello?
—Verá usted. Ocurrió la toma de Annual, ¿sabe cuándo? Entonces se avisó a Silvestre por mediación de Got y de Idris (ya ve usted que atestiguo con vivos) de que allí había de detenerse. Supimos que quería tomar Quilates, y éste –señala a Pajarito– fue a verle y le dijo que no moviera un soldado. Que hablaríamos, porque deseábamos de veras que no estallase la guerra. Pero que si antes movía un soldado, pasaría algo irremediable.
—¿Y fuiste tú –pregunto a Pajarito– a llevar ese recado?
—Sí, yo mismo.
—¿Y no te tiró Silvestre por la ventana?
Pajarito dice riendo:
—Faltó poco.
Hace una pausa evocadora, y añade:
—Me dijo que España tenía poder para ir donde le diera gana, sin mirar quién se ponía delante; que él estaba dispuesto a entrar en Beniurriaguel aunque se opusieran todos los Abd-el-Krimnes del mundo, y que prefería llegar por la fuerza mejor que templando gaitas.
Vuelve a hablar Mahomed Abd-el-Krim:
—Vuestros soldados salieron de Annual y tomaron Abarrán. Atacamos la posición apenas colocada, y la tomamos en el día. Los moros que estaban con vosotros se limitaron a huir. La orden de atacaros no era hasta después de tomar Annual.
—Todavía –sigue diciendo– mi hermano intentó detener los acontecimientos. Por mediación del coronel Civantos mandó una carta a Silvestre. No tuvo contestación.
—¿Y que decía esa carta?
—Lo mismo de siempre: que se detuvieran los soldados en Annual.
¿Contestó Silvestre? No lo he podido saber. Las respuestas que a esto me dan no son claras.
—Mi hermano –dice al fin Abd-el-Krim, dominando la confusión–, pasó a Temsaman y estableció su cuartel en Amezauro. Allí estuvo reuniéndonos a todos, y desde allí envió emisarios a las cabilas sometidas, avisándolas de que se acercaba tal vez el instante. Se preparó todo en un par de semanas.
—¿Lo que se preparó fue el ataque a Igueriben?...
—Sí, el ataque a Igueriben. Lo de atacar a Annual se decidió luego. Al ver lo quebrantadas que quedaron vuestras fuerzas, y, sobre todo, al enterarnos de que Silvestre estaba allí, decidimos cogerle.
Calla un instante.
—Mi hermano dirigió el ataque, que duró cinco días. Cortamos el camino entre Annual y Sunma. Enseguida vino el intento de auxilio, y al rechazarse éste, la evacuación.
—El decidirse a proceder sobre Annual, ¿se debió principalmente al deseo de coger a Silvestre? –inquiero.
—¡Oh, claro! –me contesta Mahomed.
—Según eso, ¿se le odiaba mucho?
Es Pajarito quien responde:
—No se le odiaba a él sólo. La culpa no la tenía toda él. Era su rivalidad con Berenguer la que le había vuelto loco. Ya lo sabíamos. Y también que le empujaban desde Madrid.
Mahomed Abd-el-Krim interrumpe:
—El querer cogerle era sólo para privar de él a sus tropas.
—Murió, ¿verdad? –pregunto.
—¡Claro!
Las cabilas se alzaron todas, como estaba convenido, al enterarse de la toma de Annual. Esto no sorprendió a los beniurriagueles. Pero sí les sorprendió la rapidez con que cayeron nuestras posiciones. Tanto no esperaban. No podían esperar que su victoria fuese tan pronta y tan absoluta.
Interrogo a Mahomed:
—¿Qué pasó?
—Ya vio usted que no pasó nada –me responde–: que no se asaltó Melilla, aunque estuvo indefensa durante casi tres días.
—¿Y esto lo sabían ustedes?
—Tan lo sabíamos, que tuvimos que trabajar mucho. Ben Siam, sobre todo. Nosotros no queríamos pasar de la línea del Kert, y establecer allí la frontera; pero al ver que las cabilas sometidas se excedían en acometividad y en furia, temimos que asaltasen Melilla. Hubiera sido horrible. La Humanidad entera se hubiese horrorizado ante un saqueo así, con los incendios, las violaciones y los asesinatos consiguientes. Mi hermano lo comprendió, y envió a éste con tres caides y seiscientos hombres para evitarlo. En el Gurugú estuvieron una semana protegiendo a Melilla; hasta que estableció Berenguer la línea defensiva.
Calla Abd-el-Krim. Yo también callo. ¿Dicen verdad?..., ¿Es “fantasía”, según ellos califican?... Me notan en el rostro la duda.
—No cuente usted eso si no quiere –me dice–. Yo lo he relatado porque éstos me lo han pedido, y por contestar a la pregunta de usted. Además –añade–, no tiene ningún mérito. Aspirábamos ya, como aspiramos ahora, a que se nos considere un pueblo digno y no una tribu de salvajes. Por eso quisimos evitar ese acto, que se consideraría feroz en todo el mundo.
Aprovecho la coyuntura que tan abiertamente se me brinda para ir a asunto más delicado:
—Ha habido, sin embargo, actos de verdadera ferocidad –digo–; ¿no me lo negará usted?
—¿Y en qué guerra no los hubo? –me replica–. Las naciones más cultas de la culta Europa han luchado recientemente, y ya se vio –añade.
—De todos modos ... –empiezo a decir.
—De todos modos –me interrumpe–, considere usted, consideren ustedes todos los españoles, dónde han sucedido las cosas reprobables. Los beniurriagueles no hemos intervenido en ellas. Hemos matado luchando cara a cara, y nada más. Nuestros prisioneros los guardamos, y hasta arrebatamos prisioneros a otras cabilas para salvarles la vida.
—Sí –insisto–; pero otras cabilas...
—Esas otras cabilas son las que habían civilizado ustedes. Y hasta podríamos disculparlas diciendo que ejercían represalias.
—No hablemos de eso.
—Como usted quiera.
Se ha roto la conversación. Empezó siendo una plática amistosa, y había llegado a adquirir tonos de polémica.
Rompe, al fin, Mahomed el silencio, diciéndome con exquisita cortesía:
—No hay que disgustarse pensando en lo pasado. Lo pasado pasó. Y el porvenir, que ha de llegar, puede ser más dichoso. Sobre esto hablaremos mañana mientras almorzamos, porque almorzaremos juntos.
Agradezco la invitación con las palabras de ritual, y nos despedimos.
El almuerzo que en nuestro obsequio dispuso Mahomed Abd-el-Krim ha tenido honores de banquete oficial. Hasta el café, el riquísimo café moro, más aromático que otro ninguno y espeso como chocolate, nos ha sido servido por un negro, con arreglo a la moda de los Palaces ultra chic. ¿Estamos en la capital de una nación civilizada? De ello trata de convencemos nuestro anfitrión.
—El Rif ha sido constituido en Republica –me explica–, de la que mi hermano ocupa la presidencia por voto unánime de los jefes de las treinta y una cabilas que la integran.
—¿Y cuáles son sus atribuciones? –pregunto.
—Hasta ahora –me responde Mahomed–, un poder absoluto y exclusivo.
Viendo que sonrío, ataja mi pensamiento irónico sobre lo republicano del sistema diciendo:
—Al principio no podía ser de otra forma. ¡Compréndalo usted! En un levantamiento militar, sólo la dictadura guerrera del caudillo puede asumir los poderes. Por ello mi hermano es, además, su propio ministro de la Guerra.
—Hay un Consejo de ministros, pues.
—Sí –responde vacilando–; aunque, verá usted, ninguno tenemos ministerio concreto.
—Ha dicho usted tenemos... ¿Es usted ministro?
El joven Mahomed, con la petulancia de sus veinticinco años, se engríe un poco.
—Lo soy, claro.
Pero enseguida añade con simpática llaneza:
—Voy a explicarle a usted
El joven ministro habla:
—Hasta el presente, los ministros constituimos una junta que, bajo la presidencia de mi hermano, se reúne y acuerda lo que se ha de hacer. Generalmente, mi hermano designa al que le place para que realice cada gestión. Uno cualquiera, el que mejor puede llevar a cabo el asunto. Y sin especialización determinada.
—No entiendo eso –interrumpo.
—Pues es bien sencillo. Vea usted... Nos aprovecha a todos para todo. Yo, por ejemplo, que poseo varios idiomas y tengo relaciones en diversos países, suelo llevar los asuntos de lo que ustedes llaman ministerio de Estado; pero si hace falta organizar una tribu y está ocupado mi tío Abd-Salam, que es quien suele encargarse de los asuntos del Interior, voy, y la organizo.
También en Guerra actúa usted –indico–, pues usted nos dio el golpe de Magán.
—En Guerra actuamos todos. Y como soldados rasos. Yo llevo siempre fusil; y todos igual. Nos batimos para dar el ejemplo. En el asalto al Peñón de Gomara, crucé la Isleta y entré en el cuartel. Matamos gente; pero nos mataron también mucha. Yo tuve suerte en no ser de éstos, pues hasta bayonetazos hube de parar.
Calla un momento, recordando el apretado trance.
—Pero no voy a contarle mis hazañas bélicas –dice al fin–. Pregunte usted sobre cosas más interesantes.
—¿Quiénes forman con usted y con su tío el Ministerio?
—Mohamedi Chenus, que es el encargado de la Justicia. Y otros más... Azarkan y El Maal-lem, también. Y otros, ¿sabe usted?...
—¿Qué otras autoridades hay? –pregunto.
—Las de los jefes de las cabilas. Algo así como gobernadores. Estos dependen del poder director. Luego hay los cadis, jueces, y caides, capitanes, dependientes de los jefes. De los primeros tiene cada cabila los que necesita, uno generalmente por poblado importante, y de los segundos hay uno al mando de cada doscientos guerreros.
—¿Nada más?
—Nada más –responde, y enseguida pregunta–: ¿Hace falta más?
Yo hago un signo negativo.
—Pronto –sigue diciendo Mahomed– habrá Cámara de Diputados, escogidos por cada cabila y en número proporcionado al de habitantes.
—¿Hasta eso?
—Hasta eso, y más. Ya lo verá usted.
Juzgo llegado el momento de discutir en serio. Y acercándome a mi interlocutor, le hablo al alma, más aún, le hablo a la inteligencia.
—Formalmente, Mahomed, dígame si cree usted, usted que conoce las naciones constituidas, en la posibilidad de que el Rif llegue a serlo. Una nación verdadera, ¿eh? Una nación donde estén garantizadas la hacienda y la vida, no sólo de los propios, sino también de los extraños.
—Y hasta de los enemigos –responde–. Y eso –añade– no es que pueda llegar a ocurrir; es que ocurre ya. Usted tiene la prueba.
—Sí –insiste–, usted la tiene. Lleva usted tres días en Aydir paseando libremente por todas partes, con sus ropas y con sus maneras, que revelan su condición de español... ¡Y no le ha seguido un chiquillo, no le ha gritado una mujer, no ha dejado de saludarle un hombre!
Tengo que callar. Él habla aún:
—Formalmente también, señor De Oteyza, dígame usted si cree que ocurriría eso en Madrid con un beniurriaguel.
No he levantado siquiera la vista para que no vean en mis ojos la contestación, que de ningún modo quiero dar. Dibujo en mi carnet. Mahomed se inclina sobre mi hombro y ve que estoy pintando una paloma con un ramo de oliva en el pico. Me habla en tono afectuoso:
—La paz y la amistad... Con ellas alcanzaría España todos los beneficios que en el Rif pueden lograrse. Los alcanzaría sin pérdida alguna...
—¿En qué condiciones? –pregunto.
—La independencia absoluta desde el Kert hasta Tetuán.
—¿Con nuestro protectorado?
—No; el protectorado, que un día creímos aceptable, hoy sabemos que no lo es. Ni una posición ni un soldado.
—Entonces...
—Una unión de intereses, en cambio, de modo que España quedase en nuestro territorio mejor que ninguna otra nación. Es el pueblo que más estimamos, pues sabemos que sus ideas y sus sentimientos son análogos a los nuestros. Os daríamos puntos de mercado y la preferencia para explotar las riquezas del país. Como hermanos os tendríamos entre nosotros. El Rif no ha combatido a los españoles, sino al partido imperialista que quiso avasallarle. A los trabajadores, a los comerciantes, no es que los rechacemos, ¡es que les pedimos que vengan!
—Pero reconocer vuestra independencia sería inútil. Otras naciones intervendrían...
—¡Que lo hagan! Con quien sea lucharemos hasta el exterminio... ¡Con quien sea! El Rif ha vivido siempre independiente, sin reconocer dominación ninguna. Y así sigue, y así seguirá.
—Usted conoce, Mahomed, los verdaderos poderíos...
—Usted ha visto el nuestro. Aquí todo hombre es un soldado, y un soldado al que no hay que pagar ni mantener. Las defensas naturales de nuestras montañas están reforzadas. Hay cuarenta cañones emplazados sobre la bahía, y en la playa, doble línea de trincheras. Podrán aplastarnos; pero la mano que lo haga se desgarrará la carne y se romperá los huesos.
—Sin embargo, los aplastados seríais vosotros –digo, sin poder dominarme, en un atávico sentimiento de orgullo racial.
Mahomed pone su mano sobre mi brazo, y dice pausadamente:
—No hablemos de guerra, que es de paz de lo que interesa que hablemos.
Y sigue diciendo:
—Si reconociese España nuestra independencia, llegaríamos hasta a una alianza con ella, y no tendría amigos más fieles ni más abnegados que nosotros.
He encendido un cigarro para calmar mi nerviosidad. Fumo un instante en silencio. Al fin me recobro enteramente.
—Lo primero que ha de hacerse –digo a Mahomed– es el rescate de los cautivos.
—No están ya en España –me responde– porque no han querido vuestros gobernantes.
—No diga usted eso, Mahomed –le advierto–; eso no es creíble.
—Oiga usted y juzgue –me contesta.
Y empieza así el relato de lo ocurrido en este asunto:
—A poco del desastre, estorbándonos los prisioneros, que habíamos hecho, más que nada, para evitar que fuesen muertos, comenzamos a devolver algunos. El Maal-lem entregó catorce que estaban enfermos, además de una mujer, en la plaza de Alhucemas. Y, naturalmente, solicitó que se le pagasen los gastos que por ellos había hecho. No le pagaron ni una peseta. Puede usted preguntar al interesado. En esto –continúa M’hammad– comenzó a caer prisionera gente nuestra, y la reclamamos ofreciendo el canje. Ni se nos contestó.
—Pero ha habido negociaciones –digo.
—Sí –me responde–; al cabo, Berenguer envió a Idris Ben Said, y se convinieron las condiciones: la libertad de todos los rifeños presos, y cuatro millones de pesetas. Pero la gestión se rompió. Parece que, no habiéndose ultimado cuando el viaje que hizo el Sr. La Cierva con los directores de los periódicos, ya no se quiso seguir. Y pasó el tiempo sin que nada más se hiciese. Después –continúa– vino lo de Almeida. Este señor, que estuvo en la plaza de Alhucemas, inició otra negociación. Le pedimos que lo primero de todo pusiera en libertad a los beniurriagueles pacíficos que están presos. Son éstos de diez a quince. Y se les prendió cuando el desastre, sólo por ser de Beniurriaguel. Tres de ellos estaban en Melilla estudiando en la Escuela Indígena, otro tenía una tienda en el Malecón, y algunos eran viajeros que volvían de Argelia. El Sr. Almeida respondió que nos daba cuarenta y ocho horas para ponernos al habla con él, y que si nos negábamos nos pesaría. A las cuarenta y ocho horas se fue, y no nos ha pesado.
—¿No ha habido más?
—Casi no... El padre Revilla se entrevistó con mi hermano en Beni-Ulicheck, y éste le dijo que no había dificultad en el rescate; que viniera alguien con facultades bastantes y se haría. Revilla, que no quiso ni venir a Aydir a ver los prisioneros, se fue y no volvió.
—¿Y así estamos?
—No. Últimamente mi hermano tuvo una carta escrita en Tánger por el marqués de Cabra, a quien recomienda Mohamed Ben Sadik El Hach, pidiendo entrar en tratos. Le contesté que viniera, y esperándole estamos.
Y Mahomed termina:
—Pues bien: si viene él, o si viene otro, se llegará aun acuerdo. No hay dificultad ninguna por nuestra parte. Puede usted afirmarlo.
—Lo haré.
—Insistiendo en que si no están libres los prisioneros es porque no viene nadie a tratar de verdad el asunto.
—Lo haré –repito.
Y hecho queda
Amogar Ben Haddu, jefe de la guardia personal de Abd-el-Krim, ha aparecido en la puerta, que custodian dos centinelas con el fusil terciado. Una seña se cambia entre él y Pajarito, quien nos dice:
—Pasad.
Cruzamos entre los centinelas que no nos saludan por no cambiar de posición el arma, y penetramos en una habitación grande donde detrás de una mesa, de pie y apoyado ligeramente en el brazo de un sillón, hay un rifeño cuyo parecido con Mohamed Abd-el-Krim nos revela quién es. Estamos en presencia del presidente de la República del Rif.
Mientras éste nos indica con un ademán que ocupemos tres butacas puestas en fila ante la mesa y a unos cuatro metros de distancia de ella, examinamos el recinto y sus ocupantes. No hay más muebles que los citados y ningún otro accesorio, salvo un gran tapiz rojo y blanco que cubre en parte el suelo de ladrillo. Nada en los muros encalados, y ni un farol siquiera pendiente del techo de vigas cruzadas. A más de Abd-el-Krim y de nosotros hay otros seis hombres: cuatro soldados en línea a la derecha, con los fusiles terciados, como los centinelas del exterior; Pajarito, que se apoya indolente en la puerta de entrada, y Amogar, colocado rígido tras de su señor, con el puño puesto en la funda de la pistola.
Abd-el-Krim recita pausadamente las rituales preguntas de la cortesía musulmana. Si estamos bien de salud, si nuestras familias gozan de igual beneficio, si nos ha cansado el viaje, etc., etc. Después se detiene en una pausa larga, que al cabo rompe súbito, diciéndome:
—Habla tú.
Yo, empleando el tuteo también, le digo:
—Sidi, aunque sé lo absolutamente conforme que en ideas y en sentimientos está contigo tu hermano, y por más que de esto mismo que voy a preguntarte he hablado con él largamente, quiero para los lectores de La Libertad las respuestas de tu boca. En España ignoran la absoluta identificación que existe entre tu hermano y tú, y creerán más lo que tú digas que lo que otro diga por ti. Así, te ruego me digas si tú, representante indiscutible del pueblo rifeño, haces la guerra por tu voluntad.
—Nosotros no queremos la guerra –dice Abd-el-Krim–, pero estamos dispuestos a defender nuestro honor, es decir, nuestra independencia, porque yo juzgo, y todos los míos lo creen así, que la independencia es el honor de los pueblos, mientras sea preciso.
Abd-el-Krim habla lentamente, dictándome, al ver que yo escribo. Le he dado con un gesto las gracias, y él me ha saludado sonriente. Luego me dijo Pajarito, hablando del carácter de su jefe, que no le había visto sonreír desde hacía mucho tiempo.
—Entonces, sidi –pregunté insinuante–, ¿estás dispuesto a aceptar la paz y la amistad con España?
—Siempre que no haya cosa que se relacione con ningún lazo de yugo.
—Pero el protectorado no es una dominación, y...
—No –responde rápido–, de ninguna manera. El protectorado es un nombre que se ha dado al modo de avasallar nuestros derechos. En tu Gobierno no tiene la palabra otro sentido.
—¿Así, pues, no queréis más que la independencia?
—Nada más.
—Sin embargo, sidi, no debe ocultarse a tu buen juicio y a tu alto saber, que aunque España accediese a concederos la independencia hay otras naciones que no la aceptarían.
—Pues pasaría con ellas lo mismo que ha pasado con España. Pero no lo creo, no lo creemos (Una pausa.) Y sobre ello quiero hacerte una pregunta yo.
—Hazla, sidi.
—¿Por qué dices eso?... ¿ Es que sabes tú algo respecto a eso?...
—Yo no sé nada. Juzgo, sin embargo, que las potencias europeas no consentirán fácilmente que se forme un nuevo Estado en la costa del Mediterráneo, junto a ellas, casi entre ellas. Por eso he apuntado la sospecha de que tal vez, si España abandona su intervención en África, otra nación ocupe el puesto dejado.
Abd-el-Krim me mira a los ojos como si quisiera adivinar en mí un pensamiento oculto. Yo sostengo su mirada sin pestañear, y él baja la vista, diciendo:
—Ya veremos... De todos modos, lucharemos por nuestra independencia como han luchado los demás.
—¿Es decir –le pregunto–, que sólo por vuestro deseo de independencia lucháis con nosotros, y que no tenéis otro motivo para hacernos la guerra?
—Quisiéramos que no hubiese guerra –responde, sin contestar directamente a mi pregunta.
Y como volviendo a ella, añade:
—El Rif no odia al pueblo español, y no le hubiese odiado nunca si no fuera por la invasión militar. Hubo odio, porque el Rif vio en el militar al español; pero ya comprende que no es así. Ahí está la cosa.
—Según eso, como me ha dicho Mahomed, si se hiciese la paz darías a España el trato de nación más favorecida.
—Sí, está bien.
En estas palabras de Abd-el-Krim, y, sobre todo, en el tono que las ha pronunciado, hay una indiferencia desdeñosa de la que me propongo sacarle. “Ahora vas a ver”, pienso. Y de pronto le digo:
—Y en ti, personalmente en ti, ¿no hay nada contra los españoles?
En el brillo de sus ojos noto que he logrado inquietarlo. Sin embargo, no ha pestañeado siquiera ni ha hecho el menor ademán. Y sin cambiar el tono de voz me contesta:
—Personalmente yo, nada. No hay nada más que esto: que los militares que están encargados de gobernar no son capaces de hacerlo y abusan mucho de la dignidad. Nos hemos convencido, y no hemos podido admitir esto.
Entonces decido irme a fondo:
—¿Y particularmente con Silvestre?
La parada es limpia y completa:
—A Silvestre le conocí en Melilla hace muchos años, cuando no era más que comandante, y fue muy amigo mío.
—Luego no es verdad –insisto secundando el golpe– eso que cuentan de que tú abandonaste Melilla porque Silvestre te abofeteó.
Pausadamente mueve Abd-el-Krim la cabeza, y con más calma aún que antes dice:
—Cuando yo me vine de Melilla, no estaba Silvestre. Estaba Aizpuru ... Y tampoco he tenido nunca queja de Aizpuru –termina.
Yo permanezco callado un momento, y él entonces, como en soliloquio, dice:
—Tratamos de convencer a los encargados del Gobierno... Les escribimos a Madrid. No nos contestaron... ¡Se reían de nosotros!...
—¿Y entonces –interrogo rápido– tomaste la determinación de romper con España?
—No; la determinación la tomó mi padre. Él nos mandó a mi hermano venirse de Madrid y a mí de Melilla. Yo, como M’hammad, le obedecí.
No hay modo de exaltarle. Los pinchazos no le hacen efecto. ¿Tal vez el cautiverio? Y preparo el hierro al rojo.
—Estuviste preso, ¿verdad, sidi?
Ha palidecido con la espantosa palidez de los cobrizos, poniéndosele el rostro de color ceniza. La mano, que tiene pendiente del brazo del sillón, le tiembla. Pepe Díaz me da un codazo, y al alzar los ojos veo a Amogar haciendo señas de que me calle. Abd-el-Krim no dice, sin embargo, sino estas sencillas palabras:
—En Cabrerizas. Once meses menos dos días.
Pero ha dicho bastante. La cifra exacta, en horas casi, del tiempo de su prisión, demuestra cuán fijo está en su memoria el recuerdo del trance fatal. Sin embargo, no veo en su rostro, que escudriño, señales de furor. Más bien un velo de tristeza...
—Cuéntame eso, sidi –le ruego.
—El capitán Alemán, uno de la Guardia civil, ¿sabes?, y Riquelme me llevaron a presencia del general Aizpuru y me anunciaron que estaba detenido. El general me dijo que se veía obligado a detenerme, de orden de Jordana, porque mi padre no había querido ir al Peñón a cumplimentarle.
Ahora soy yo el que tengo que dominarme para que no se note mi emoción. ¡Es mi país el que hace tales cosas! Por satisfacer el orgullo de un funcionario, más o menos encumbrado, se falta a la ley de gentes, y –“es peor que un crimen: es una torpeza”– se falta atacando a un hombre cuyo poder debía conocerse, y que nos estaba sirviendo, sosteniendo... Trato de disculpar lo que sé que no tiene disculpa, diciendo:
—Eso no es posible. ¿Cómo se va a encarcelar a un hijo por lo que haga o deje de hacer su padre?... Además, que el dejar de cumplimentar a la autoridad no es un delito. ¡Ni al propio interesado le podían hacer nada por eso! Alguna otra cosa habría.
—No la había –responde–. Se me acusó de errores y malicias en un trato que tenía con el capitán de la Policía indígena Sist. Un capitán que no me quería bien... Pero el juez fue Sanz, uno que hoy es general. Puedes preguntarle. Y dijo que no tenía yo culpa, y me absolvió. Ya ves… Y seguí en la cárcel.
—¿Seguiste en la cárcel después de absuelto?
—Seis meses aún. Me dijeron que era preso político.
Callo y medito. Presos políticos... Detenidos gubernamentales... Son resortes de gobierno que no hay inconveniente en emplear; ¿verdad, señores estadistas? Pero a veces el tener seis meses en la cárcel a un hombre ocasiona la pérdida de veinte mil soldados y un gasto de varios miles de millones, sin contar la vergüenza de las derrotas, el horror de los sacrificios...
—¿No quieres saber nada? –me pregunta Abd-el-Krim al verme callado.
—Perdona, sidi –respondo–; es que estaba pensando la forma de rectificarte. Estás equivocado. Si te prendieron fue a petición de Francia, y por tus ideas y tus sentimientos germanófilos.
—No es verdad –replica rápido.
Y enseguida añade, como arrepentido de su precipitación en dar tan rotunda negativa.
—Puede ser; pero a mí no me comunicaron eso. Y no lo creo, además.
—¿No?
—¡Claro que no! Todos los militares que estaban en Melilla, y gran parte de los paisanos, eran germanófilos. Si hubiesen detenido también a los demás, podría admitir eso. Pero se me detuvo a mí sólo... Y otros eran mucho más germanófilos que yo. ¡Mucho más!
Aplastado por su lógica, trato de escalonar mi retirada para abandonar el asunto:
—Tú intentaste escaparte.
—Cuando me comunicaron que estaba absuelto y vi que no me ponían en libertad... Entonces me rompí la pierna –termina, con un deje de amargura.
Yo hago un gesto de condolencia, y Abd-el-Krim ataja las palabras que piensa vaya pronunciar:
—Fue una fatalidad de la que nadie tuvo la culpa. De nada tiene nadie la culpa. Son cosas de conjunto que uno o dos no hacen ni deshacen. Yo a nadie guardo rencor. Al general Jordana mismo no le tenía odio, aunque fue él quien decretó mi encarcelamiento.
Aprovecho la ocasión para cambiar ya el tema de los personalismos:
—La paz, pues, ¿es posible por tu parte?
—Siempre que se conserve la independencia nuestra. De otra manera no habría paz. ¡Pasarían las mismas cosas! Tú sabes que pasarían. Y como ahora, como ahora, seguiría la lucha. ¡Con razón! Tú sabes que con razón.
—Bueno, sidi –digo sin asentir a su indicación–; queda el asunto de los prisioneros. Es lo que más interesa al pueblo español y en lo que más desorientados estamos. ¿Pueden rescatarse?
—Pueden. Pero que vengan a tratar en serio. Ya le habrá dicho mi hermano...
—Sí; mas hay algo en las condiciones que imponéis injusto, evidentemente injusto. Pides la libertad de todos los rifeños presos.
—Claro.
—No tan claro, sidi. Hay entre ellos ladrones y asesinos juzgados y condenados. ¿Ésos también se han de liberar? Los detenidos políticos y los prisioneros de guerra no hay nadie que no crea justo devolvértelos. Pero esos otros, esos otros... ¡son criminales!
—Más criminales son los aviadores, que matan mujeres y niños. A los aviadores que hemos cogido también les hemos formado causa y les hemos condenado. Si los españoles os quedáis con los que habéis condenado, nosotros nos quedaremos con éstos.
—Mohamed, escucha –lo digo con el más persuasivo acento que puedo encontrar–: no muestres una intransigencia que nadie, nadie, en ninguna nación, admitiría. Los aviadores emplean un arma terrible, tan terrible como quieras. Para mí todas las armas son igualmente brutales; pero reconozco, si quieres, que esa lo es más que las otras. Sin embargo, es un arma admitida por todos los pueblos civilizados. Y los militares que la usan por mandato de su patria, en obligación de una obediencia que juraron, no pueden equipararse con asesinos.
—Para mí lo son más que nadie –dice enérgico.
Y añade, exaltándose a medida que habla:
—¡Las naciones civilizadas! Vienen a civilizar con aviadores... Matan seres indefensos, y los matan impunemente. ¡No hay, entre todos los asesinos de la tierra, mayores asesinos!
—Entonces –le digo cortando su peroración– para rescatar a los prisioneros habría de ponerse en libertad a todos, absolutamente a todos los presos, ¿verdad?
—Sí.
—Bien. Y la otra condición es que se os entreguen cuatro millones de pesetas.
—¿Cuatro millones de pesetas? Eso es lo que era antes. Ahora no es.
—¿Ahora es más?
Abd-el-Krim me mira fijo. Yo le miro a él. Hay un silencio. Al cabo me pregunta:
—¿Estás tú facultado por el Gobierno para tratar?
—De ningún modo, sidi –replico–. Ni lo estoy ni lo estaré nunca. No he tenido ni tendré nada que ver con los gobernantes de mi país. Mandé que te lo dijeran. ¿No lo han hecho?
—Sí, sí; está bien. Pero si no tienes facultades para tratar, ¿a qué vamos a discutir?
Insisto con el natural empeño:
—No vamos a discutir condiciones, claro está. Sin embargo, tú puedes decirme a qué obedece el cambio. Esto siquiera...
—Esto ya lo puedes tú comprender. Las negociaciones han sido rotas por el Gobierno español, y esto lo debemos aprovechar nosotros. No hacerla sería abandonar un derecho. Tú lo comprendes. Claro que tú lo comprendes.
Abd-el-Krim habla con deseo de persuadirme. Yo callo, sin asentir ni negar con un ademán ni un gesto. De pronto, tras una pausa, me dice:
—¿No serás como el padre Revilla?
¿A qué viene tal cosa? Hago un movimiento de asombro. Luego digo:
—No sé cómo es el padre Revilla; pero sospecho que no me parezco a él en nada. ¿Por qué me preguntas eso?
—Porque el padre Revilla no dijo lo que yo le dije. Dio a entender que yo no quería soltar los prisioneros; que deseamos tenerlos como rehenes. Nosotros no necesitamos tener como rehenes a los prisioneros. ¿Para qué rehenes, si nosotros tenemos nuestro armamento y nuestros hombres para luchar? Dilo así, así mismo.
—Así mismo lo diré. Ya ves que, aun causándote una molestia grande, estoy escribiendo, palabra por palabra, cuanto me dices. No tienes inconveniente ninguno en liberar a los prisioneros. ¿Lo escribo así?
—Escríbelo.
—Ya está. Y digo que, por tu parte, esperas a que se te acerque un delegado del Gobierno. ¿No es eso?
—Eso es. Pero siempre que no sea un militar. Con militares no trato. Y nada más de esto.
Creo inútil insistir, y me dispongo a dar por terminada la conferencia. Cierro el carnet y guardo el lápiz. Al verlo, Abd-el-Krim me dice:
—¿No tienes más que preguntarme?
—No –respondo–; pero si tú quieres decirme algo, estoy a tu disposición.
Vacila Mohamed, y al cabo habla:
—Decirte yo... ¿Y qué decirte? España sabe demasiado lo que tiene que hacer.
Hace una pausa y continúa:
—Yo creo, sin embargo, aunque esto no debiera decirlo, que a España no le conviene una guerra que no tendrá fin. Y cuando menos lo espere, de seguir así, vendrá otro desastre. Le hubiera convenido una alianza.
—¿Tú crees, sidi, seriamente en la posibilidad de esto después de lo pasado?
Me mira con extrañeza y me dice tranquilamente:
—Ya lo creo. ¡Si no ha pasado nada! Esto es siempre igual. Nosotros los rifeños, que estamos unidos ahora, estuvimos separados antes. Y también...
Se calla. Yo le insto:
—¿Y también... ?
—Nada. Ya no tengo nada más que decirte. Y tú me has dicho que no tenías nada más que preguntar. Creo que hemos terminado.
Se ha puesto en pie. Yo le hago seña de que se detenga.
—Una pregunta aún, sidi, y ni siquiera una nueva pregunta, sino una ratificación de lo ya tratado. Me has dicho que no sentís odio contra los españoles; pero tu hermano ha ido más allá. Ya sé que en todo estáis conformes; sin embargo, conviene que tú me repitas la declaración extensa de tu hermano. ¿Estáis dispuestos a recibir entre vosotros, para cooperar al desenvolvimiento de vuestra prosperidad, a los españoles?
—Ya lo creo. Lo repito.
—¿Quieres dármelo firmado?
Abd-el-Krim vuelve a sentarse. Toma una pluma y escribe el autógrafo cuya reproducción fotográfica es ésta:
El joven Abd-el-Krim se concentra un momento, y luego habla pausado, pero sin interrupción. He aquí lo que dijo:
—Los beniurriagueles no se habían sometido jamás a ningún dominio extraño. ¡Ni el poder del sultán reconocían! Y mi familia, los Abd-el-Krimnes, eran en la tribu la suprema autoridad. Mi padre, al morir el suyo, tomó el mando. Mi padre era un hombre ilustrado y progresivo, que comprendió la necesidad de civilizar el Rif. Para ello preparó a sus hijos. Yo, que era un niño, fui enviado a Málaga a un colegio, donde cursé el bachillerato y la carrera de maestro normal, siendo mandado a Madrid después a estudiar para ingeniero. Mi hermano, ya mayor, abogado y sacerdote musulmán, marchó a Melilla. Mi padre, considerando que lo que se proponía había de conseguirlo con la ayuda de una nación europea, escogió a España, la más próxima y la de carácter más parecido al nuestro. Quería una unión con ella y preparaba la aceptación del protectorado, de un protectorado de verdad.
Éste había de ser conservando a los rifeños sus usos, sus costumbres y sus leyes, y la ocupación militar, poniendo las fuerzas al servicio, a la orden de las autoridades indígenas. Esto esperaba mi padre; pero vio que era al contrario. Y vio que era, además, con arbitrariedades, con abusos, con atropellos. Protestó entonces ante los gobernantes de España y de Marruecos. La contestación fue decirle que se pusieran en manos de Jordana. Se negó y encarcelaron a Mohamed.
Pacientemente esperó mi padre a que éste fuera liberado y pudiera retirarse de Melilla. Enseguida aguardó el fin del curso para que llegase yo a Alhucemas sin obstáculos en el camino. Y teniéndonos ya seguros, rompió todo trato con España.
Mi hermano tampoco quería ya nada más. Sin embargo, yo… Al comenzar el nuevo curso, Ximénez, el director de la Residencia de Estudiantes, y Aguirre, el del ministerio de Estado, me escribieron diciéndome que volviese, a lo cual respondí con largas cartas explicando lo ocurrido, pidiéndoles que se interesasen por la situación de Marruecos, y advirtiéndoles que si España seguía así habría una guerra, porque estaban muy excitados los ánimos; principalmente, en las cabilas sometidas. Acababa diciéndoles que se nombrase una persona civil inteligente que hiciera un viaje de inspección. No me contestaron. Y supe que se habían enviado copias de mis cartas a los Comandantes de Melilla y Tetuán, los cuales decían que había que escarmentarme por la falta de respeto.
Ha callado un momento el joven Abd-el-Krim. Vacila... Al fin se decide a decirme:
—No voy a ocultarte nada. Mi padre quería atacaros, y cuando operasteis sobre Tafersit salió con una harka; pero regresó enfermo, y al poco tiempo murió.
—¿Entonces tomó el mando el hermano de usted? –pregunto.
—Sí; mi tío Abd-Salam, que es El Jatabi hoy, y yo, le apoyamos. Tuvo el mando supremo. Y decidió permanecer a la defensiva. Claro que preparando fuerzas, uniendo a las cabilas, previniendo, esto es, un ataque.
—¿Y esperaban ustedes quietos?
—Quietos del todo. No hablamos siquiera a las cabilas sometidas.
—Queríamos aún –añade Mahomed– ver si la paz era posible.
—¿Hicieron ustedes gestiones para ello?
—Verá usted. Ocurrió la toma de Annual, ¿sabe cuándo? Entonces se avisó a Silvestre por mediación de Got y de Idris (ya ve usted que atestiguo con vivos) de que allí había de detenerse. Supimos que quería tomar Quilates, y éste –señala a Pajarito– fue a verle y le dijo que no moviera un soldado. Que hablaríamos, porque deseábamos de veras que no estallase la guerra. Pero que si antes movía un soldado, pasaría algo irremediable.
—¿Y fuiste tú –pregunto a Pajarito– a llevar ese recado?
—Sí, yo mismo.
—¿Y no te tiró Silvestre por la ventana?
Pajarito dice riendo:
—Faltó poco.
Hace una pausa evocadora, y añade:
—Me dijo que España tenía poder para ir donde le diera gana, sin mirar quién se ponía delante; que él estaba dispuesto a entrar en Beniurriaguel aunque se opusieran todos los Abd-el-Krimnes del mundo, y que prefería llegar por la fuerza mejor que templando gaitas.
Vuelve a hablar Mahomed Abd-el-Krim:
—Vuestros soldados salieron de Annual y tomaron Abarrán. Atacamos la posición apenas colocada, y la tomamos en el día. Los moros que estaban con vosotros se limitaron a huir. La orden de atacaros no era hasta después de tomar Annual.
—Todavía –sigue diciendo– mi hermano intentó detener los acontecimientos. Por mediación del coronel Civantos mandó una carta a Silvestre. No tuvo contestación.
—¿Y que decía esa carta?
—Lo mismo de siempre: que se detuvieran los soldados en Annual.
¿Contestó Silvestre? No lo he podido saber. Las respuestas que a esto me dan no son claras.
—Mi hermano –dice al fin Abd-el-Krim, dominando la confusión–, pasó a Temsaman y estableció su cuartel en Amezauro. Allí estuvo reuniéndonos a todos, y desde allí envió emisarios a las cabilas sometidas, avisándolas de que se acercaba tal vez el instante. Se preparó todo en un par de semanas.
—¿Lo que se preparó fue el ataque a Igueriben?...
—Sí, el ataque a Igueriben. Lo de atacar a Annual se decidió luego. Al ver lo quebrantadas que quedaron vuestras fuerzas, y, sobre todo, al enterarnos de que Silvestre estaba allí, decidimos cogerle.
Calla un instante.
—Mi hermano dirigió el ataque, que duró cinco días. Cortamos el camino entre Annual y Sunma. Enseguida vino el intento de auxilio, y al rechazarse éste, la evacuación.
—El decidirse a proceder sobre Annual, ¿se debió principalmente al deseo de coger a Silvestre? –inquiero.
—¡Oh, claro! –me contesta Mahomed.
—Según eso, ¿se le odiaba mucho?
Es Pajarito quien responde:
—No se le odiaba a él sólo. La culpa no la tenía toda él. Era su rivalidad con Berenguer la que le había vuelto loco. Ya lo sabíamos. Y también que le empujaban desde Madrid.
Mahomed Abd-el-Krim interrumpe:
—El querer cogerle era sólo para privar de él a sus tropas.
—Murió, ¿verdad? –pregunto.
—¡Claro!
Las cabilas se alzaron todas, como estaba convenido, al enterarse de la toma de Annual. Esto no sorprendió a los beniurriagueles. Pero sí les sorprendió la rapidez con que cayeron nuestras posiciones. Tanto no esperaban. No podían esperar que su victoria fuese tan pronta y tan absoluta.
Interrogo a Mahomed:
—¿Qué pasó?
—Ya vio usted que no pasó nada –me responde–: que no se asaltó Melilla, aunque estuvo indefensa durante casi tres días.
—¿Y esto lo sabían ustedes?
—Tan lo sabíamos, que tuvimos que trabajar mucho. Ben Siam, sobre todo. Nosotros no queríamos pasar de la línea del Kert, y establecer allí la frontera; pero al ver que las cabilas sometidas se excedían en acometividad y en furia, temimos que asaltasen Melilla. Hubiera sido horrible. La Humanidad entera se hubiese horrorizado ante un saqueo así, con los incendios, las violaciones y los asesinatos consiguientes. Mi hermano lo comprendió, y envió a éste con tres caides y seiscientos hombres para evitarlo. En el Gurugú estuvieron una semana protegiendo a Melilla; hasta que estableció Berenguer la línea defensiva.
Calla Abd-el-Krim. Yo también callo. ¿Dicen verdad?..., ¿Es “fantasía”, según ellos califican?... Me notan en el rostro la duda.
—No cuente usted eso si no quiere –me dice–. Yo lo he relatado porque éstos me lo han pedido, y por contestar a la pregunta de usted. Además –añade–, no tiene ningún mérito. Aspirábamos ya, como aspiramos ahora, a que se nos considere un pueblo digno y no una tribu de salvajes. Por eso quisimos evitar ese acto, que se consideraría feroz en todo el mundo.
Aprovecho la coyuntura que tan abiertamente se me brinda para ir a asunto más delicado:
—Ha habido, sin embargo, actos de verdadera ferocidad –digo–; ¿no me lo negará usted?
—¿Y en qué guerra no los hubo? –me replica–. Las naciones más cultas de la culta Europa han luchado recientemente, y ya se vio –añade.
—De todos modos ... –empiezo a decir.
—De todos modos –me interrumpe–, considere usted, consideren ustedes todos los españoles, dónde han sucedido las cosas reprobables. Los beniurriagueles no hemos intervenido en ellas. Hemos matado luchando cara a cara, y nada más. Nuestros prisioneros los guardamos, y hasta arrebatamos prisioneros a otras cabilas para salvarles la vida.
—Sí –insisto–; pero otras cabilas...
—Esas otras cabilas son las que habían civilizado ustedes. Y hasta podríamos disculparlas diciendo que ejercían represalias.
—No hablemos de eso.
—Como usted quiera.
Se ha roto la conversación. Empezó siendo una plática amistosa, y había llegado a adquirir tonos de polémica.
Rompe, al fin, Mahomed el silencio, diciéndome con exquisita cortesía:
—No hay que disgustarse pensando en lo pasado. Lo pasado pasó. Y el porvenir, que ha de llegar, puede ser más dichoso. Sobre esto hablaremos mañana mientras almorzamos, porque almorzaremos juntos.
Agradezco la invitación con las palabras de ritual, y nos despedimos.
El almuerzo que en nuestro obsequio dispuso Mahomed Abd-el-Krim ha tenido honores de banquete oficial. Hasta el café, el riquísimo café moro, más aromático que otro ninguno y espeso como chocolate, nos ha sido servido por un negro, con arreglo a la moda de los Palaces ultra chic. ¿Estamos en la capital de una nación civilizada? De ello trata de convencemos nuestro anfitrión.
—El Rif ha sido constituido en Republica –me explica–, de la que mi hermano ocupa la presidencia por voto unánime de los jefes de las treinta y una cabilas que la integran.
—¿Y cuáles son sus atribuciones? –pregunto.
—Hasta ahora –me responde Mahomed–, un poder absoluto y exclusivo.
Viendo que sonrío, ataja mi pensamiento irónico sobre lo republicano del sistema diciendo:
—Al principio no podía ser de otra forma. ¡Compréndalo usted! En un levantamiento militar, sólo la dictadura guerrera del caudillo puede asumir los poderes. Por ello mi hermano es, además, su propio ministro de la Guerra.
—Hay un Consejo de ministros, pues.
—Sí –responde vacilando–; aunque, verá usted, ninguno tenemos ministerio concreto.
—Ha dicho usted tenemos... ¿Es usted ministro?
El joven Mahomed, con la petulancia de sus veinticinco años, se engríe un poco.
—Lo soy, claro.
Pero enseguida añade con simpática llaneza:
—Voy a explicarle a usted
El joven ministro habla:
—Hasta el presente, los ministros constituimos una junta que, bajo la presidencia de mi hermano, se reúne y acuerda lo que se ha de hacer. Generalmente, mi hermano designa al que le place para que realice cada gestión. Uno cualquiera, el que mejor puede llevar a cabo el asunto. Y sin especialización determinada.
—No entiendo eso –interrumpo.
—Pues es bien sencillo. Vea usted... Nos aprovecha a todos para todo. Yo, por ejemplo, que poseo varios idiomas y tengo relaciones en diversos países, suelo llevar los asuntos de lo que ustedes llaman ministerio de Estado; pero si hace falta organizar una tribu y está ocupado mi tío Abd-Salam, que es quien suele encargarse de los asuntos del Interior, voy, y la organizo.
También en Guerra actúa usted –indico–, pues usted nos dio el golpe de Magán.
—En Guerra actuamos todos. Y como soldados rasos. Yo llevo siempre fusil; y todos igual. Nos batimos para dar el ejemplo. En el asalto al Peñón de Gomara, crucé la Isleta y entré en el cuartel. Matamos gente; pero nos mataron también mucha. Yo tuve suerte en no ser de éstos, pues hasta bayonetazos hube de parar.
Calla un momento, recordando el apretado trance.
—Pero no voy a contarle mis hazañas bélicas –dice al fin–. Pregunte usted sobre cosas más interesantes.
—¿Quiénes forman con usted y con su tío el Ministerio?
—Mohamedi Chenus, que es el encargado de la Justicia. Y otros más... Azarkan y El Maal-lem, también. Y otros, ¿sabe usted?...
—¿Qué otras autoridades hay? –pregunto.
—Las de los jefes de las cabilas. Algo así como gobernadores. Estos dependen del poder director. Luego hay los cadis, jueces, y caides, capitanes, dependientes de los jefes. De los primeros tiene cada cabila los que necesita, uno generalmente por poblado importante, y de los segundos hay uno al mando de cada doscientos guerreros.
—¿Nada más?
—Nada más –responde, y enseguida pregunta–: ¿Hace falta más?
Yo hago un signo negativo.
—Pronto –sigue diciendo Mahomed– habrá Cámara de Diputados, escogidos por cada cabila y en número proporcionado al de habitantes.
—¿Hasta eso?
—Hasta eso, y más. Ya lo verá usted.
Juzgo llegado el momento de discutir en serio. Y acercándome a mi interlocutor, le hablo al alma, más aún, le hablo a la inteligencia.
—Formalmente, Mahomed, dígame si cree usted, usted que conoce las naciones constituidas, en la posibilidad de que el Rif llegue a serlo. Una nación verdadera, ¿eh? Una nación donde estén garantizadas la hacienda y la vida, no sólo de los propios, sino también de los extraños.
—Y hasta de los enemigos –responde–. Y eso –añade– no es que pueda llegar a ocurrir; es que ocurre ya. Usted tiene la prueba.
—Sí –insiste–, usted la tiene. Lleva usted tres días en Aydir paseando libremente por todas partes, con sus ropas y con sus maneras, que revelan su condición de español... ¡Y no le ha seguido un chiquillo, no le ha gritado una mujer, no ha dejado de saludarle un hombre!
Tengo que callar. Él habla aún:
—Formalmente también, señor De Oteyza, dígame usted si cree que ocurriría eso en Madrid con un beniurriaguel.
No he levantado siquiera la vista para que no vean en mis ojos la contestación, que de ningún modo quiero dar. Dibujo en mi carnet. Mahomed se inclina sobre mi hombro y ve que estoy pintando una paloma con un ramo de oliva en el pico. Me habla en tono afectuoso:
—La paz y la amistad... Con ellas alcanzaría España todos los beneficios que en el Rif pueden lograrse. Los alcanzaría sin pérdida alguna...
—¿En qué condiciones? –pregunto.
—La independencia absoluta desde el Kert hasta Tetuán.
—¿Con nuestro protectorado?
—No; el protectorado, que un día creímos aceptable, hoy sabemos que no lo es. Ni una posición ni un soldado.
—Entonces...
—Una unión de intereses, en cambio, de modo que España quedase en nuestro territorio mejor que ninguna otra nación. Es el pueblo que más estimamos, pues sabemos que sus ideas y sus sentimientos son análogos a los nuestros. Os daríamos puntos de mercado y la preferencia para explotar las riquezas del país. Como hermanos os tendríamos entre nosotros. El Rif no ha combatido a los españoles, sino al partido imperialista que quiso avasallarle. A los trabajadores, a los comerciantes, no es que los rechacemos, ¡es que les pedimos que vengan!
—Pero reconocer vuestra independencia sería inútil. Otras naciones intervendrían...
—¡Que lo hagan! Con quien sea lucharemos hasta el exterminio... ¡Con quien sea! El Rif ha vivido siempre independiente, sin reconocer dominación ninguna. Y así sigue, y así seguirá.
—Usted conoce, Mahomed, los verdaderos poderíos...
—Usted ha visto el nuestro. Aquí todo hombre es un soldado, y un soldado al que no hay que pagar ni mantener. Las defensas naturales de nuestras montañas están reforzadas. Hay cuarenta cañones emplazados sobre la bahía, y en la playa, doble línea de trincheras. Podrán aplastarnos; pero la mano que lo haga se desgarrará la carne y se romperá los huesos.
—Sin embargo, los aplastados seríais vosotros –digo, sin poder dominarme, en un atávico sentimiento de orgullo racial.
Mahomed pone su mano sobre mi brazo, y dice pausadamente:
—No hablemos de guerra, que es de paz de lo que interesa que hablemos.
Y sigue diciendo:
—Si reconociese España nuestra independencia, llegaríamos hasta a una alianza con ella, y no tendría amigos más fieles ni más abnegados que nosotros.
He encendido un cigarro para calmar mi nerviosidad. Fumo un instante en silencio. Al fin me recobro enteramente.
—Lo primero que ha de hacerse –digo a Mahomed– es el rescate de los cautivos.
—No están ya en España –me responde– porque no han querido vuestros gobernantes.
—No diga usted eso, Mahomed –le advierto–; eso no es creíble.
—Oiga usted y juzgue –me contesta.
Y empieza así el relato de lo ocurrido en este asunto:
—A poco del desastre, estorbándonos los prisioneros, que habíamos hecho, más que nada, para evitar que fuesen muertos, comenzamos a devolver algunos. El Maal-lem entregó catorce que estaban enfermos, además de una mujer, en la plaza de Alhucemas. Y, naturalmente, solicitó que se le pagasen los gastos que por ellos había hecho. No le pagaron ni una peseta. Puede usted preguntar al interesado. En esto –continúa M’hammad– comenzó a caer prisionera gente nuestra, y la reclamamos ofreciendo el canje. Ni se nos contestó.
—Pero ha habido negociaciones –digo.
—Sí –me responde–; al cabo, Berenguer envió a Idris Ben Said, y se convinieron las condiciones: la libertad de todos los rifeños presos, y cuatro millones de pesetas. Pero la gestión se rompió. Parece que, no habiéndose ultimado cuando el viaje que hizo el Sr. La Cierva con los directores de los periódicos, ya no se quiso seguir. Y pasó el tiempo sin que nada más se hiciese. Después –continúa– vino lo de Almeida. Este señor, que estuvo en la plaza de Alhucemas, inició otra negociación. Le pedimos que lo primero de todo pusiera en libertad a los beniurriagueles pacíficos que están presos. Son éstos de diez a quince. Y se les prendió cuando el desastre, sólo por ser de Beniurriaguel. Tres de ellos estaban en Melilla estudiando en la Escuela Indígena, otro tenía una tienda en el Malecón, y algunos eran viajeros que volvían de Argelia. El Sr. Almeida respondió que nos daba cuarenta y ocho horas para ponernos al habla con él, y que si nos negábamos nos pesaría. A las cuarenta y ocho horas se fue, y no nos ha pesado.
—¿No ha habido más?
—Casi no... El padre Revilla se entrevistó con mi hermano en Beni-Ulicheck, y éste le dijo que no había dificultad en el rescate; que viniera alguien con facultades bastantes y se haría. Revilla, que no quiso ni venir a Aydir a ver los prisioneros, se fue y no volvió.
—¿Y así estamos?
—No. Últimamente mi hermano tuvo una carta escrita en Tánger por el marqués de Cabra, a quien recomienda Mohamed Ben Sadik El Hach, pidiendo entrar en tratos. Le contesté que viniera, y esperándole estamos.
Y Mahomed termina:
—Pues bien: si viene él, o si viene otro, se llegará aun acuerdo. No hay dificultad ninguna por nuestra parte. Puede usted afirmarlo.
—Lo haré.
—Insistiendo en que si no están libres los prisioneros es porque no viene nadie a tratar de verdad el asunto.
—Lo haré –repito.
Y hecho queda
Amogar Ben Haddu, jefe de la guardia personal de Abd-el-Krim, ha aparecido en la puerta, que custodian dos centinelas con el fusil terciado. Una seña se cambia entre él y Pajarito, quien nos dice:
—Pasad.
Cruzamos entre los centinelas que no nos saludan por no cambiar de posición el arma, y penetramos en una habitación grande donde detrás de una mesa, de pie y apoyado ligeramente en el brazo de un sillón, hay un rifeño cuyo parecido con Mohamed Abd-el-Krim nos revela quién es. Estamos en presencia del presidente de la República del Rif.
Mientras éste nos indica con un ademán que ocupemos tres butacas puestas en fila ante la mesa y a unos cuatro metros de distancia de ella, examinamos el recinto y sus ocupantes. No hay más muebles que los citados y ningún otro accesorio, salvo un gran tapiz rojo y blanco que cubre en parte el suelo de ladrillo. Nada en los muros encalados, y ni un farol siquiera pendiente del techo de vigas cruzadas. A más de Abd-el-Krim y de nosotros hay otros seis hombres: cuatro soldados en línea a la derecha, con los fusiles terciados, como los centinelas del exterior; Pajarito, que se apoya indolente en la puerta de entrada, y Amogar, colocado rígido tras de su señor, con el puño puesto en la funda de la pistola.
Abd-el-Krim recita pausadamente las rituales preguntas de la cortesía musulmana. Si estamos bien de salud, si nuestras familias gozan de igual beneficio, si nos ha cansado el viaje, etc., etc. Después se detiene en una pausa larga, que al cabo rompe súbito, diciéndome:
—Habla tú.
Yo, empleando el tuteo también, le digo:
—Sidi, aunque sé lo absolutamente conforme que en ideas y en sentimientos está contigo tu hermano, y por más que de esto mismo que voy a preguntarte he hablado con él largamente, quiero para los lectores de La Libertad las respuestas de tu boca. En España ignoran la absoluta identificación que existe entre tu hermano y tú, y creerán más lo que tú digas que lo que otro diga por ti. Así, te ruego me digas si tú, representante indiscutible del pueblo rifeño, haces la guerra por tu voluntad.
—Nosotros no queremos la guerra –dice Abd-el-Krim–, pero estamos dispuestos a defender nuestro honor, es decir, nuestra independencia, porque yo juzgo, y todos los míos lo creen así, que la independencia es el honor de los pueblos, mientras sea preciso.
Abd-el-Krim habla lentamente, dictándome, al ver que yo escribo. Le he dado con un gesto las gracias, y él me ha saludado sonriente. Luego me dijo Pajarito, hablando del carácter de su jefe, que no le había visto sonreír desde hacía mucho tiempo.
—Entonces, sidi –pregunté insinuante–, ¿estás dispuesto a aceptar la paz y la amistad con España?
—Siempre que no haya cosa que se relacione con ningún lazo de yugo.
—Pero el protectorado no es una dominación, y...
—No –responde rápido–, de ninguna manera. El protectorado es un nombre que se ha dado al modo de avasallar nuestros derechos. En tu Gobierno no tiene la palabra otro sentido.
—¿Así, pues, no queréis más que la independencia?
—Nada más.
—Sin embargo, sidi, no debe ocultarse a tu buen juicio y a tu alto saber, que aunque España accediese a concederos la independencia hay otras naciones que no la aceptarían.
—Pues pasaría con ellas lo mismo que ha pasado con España. Pero no lo creo, no lo creemos (Una pausa.) Y sobre ello quiero hacerte una pregunta yo.
—Hazla, sidi.
—¿Por qué dices eso?... ¿ Es que sabes tú algo respecto a eso?...
—Yo no sé nada. Juzgo, sin embargo, que las potencias europeas no consentirán fácilmente que se forme un nuevo Estado en la costa del Mediterráneo, junto a ellas, casi entre ellas. Por eso he apuntado la sospecha de que tal vez, si España abandona su intervención en África, otra nación ocupe el puesto dejado.
Abd-el-Krim me mira a los ojos como si quisiera adivinar en mí un pensamiento oculto. Yo sostengo su mirada sin pestañear, y él baja la vista, diciendo:
—Ya veremos... De todos modos, lucharemos por nuestra independencia como han luchado los demás.
—¿Es decir –le pregunto–, que sólo por vuestro deseo de independencia lucháis con nosotros, y que no tenéis otro motivo para hacernos la guerra?
—Quisiéramos que no hubiese guerra –responde, sin contestar directamente a mi pregunta.
Y como volviendo a ella, añade:
—El Rif no odia al pueblo español, y no le hubiese odiado nunca si no fuera por la invasión militar. Hubo odio, porque el Rif vio en el militar al español; pero ya comprende que no es así. Ahí está la cosa.
—Según eso, como me ha dicho Mahomed, si se hiciese la paz darías a España el trato de nación más favorecida.
—Sí, está bien.
En estas palabras de Abd-el-Krim, y, sobre todo, en el tono que las ha pronunciado, hay una indiferencia desdeñosa de la que me propongo sacarle. “Ahora vas a ver”, pienso. Y de pronto le digo:
—Y en ti, personalmente en ti, ¿no hay nada contra los españoles?
En el brillo de sus ojos noto que he logrado inquietarlo. Sin embargo, no ha pestañeado siquiera ni ha hecho el menor ademán. Y sin cambiar el tono de voz me contesta:
—Personalmente yo, nada. No hay nada más que esto: que los militares que están encargados de gobernar no son capaces de hacerlo y abusan mucho de la dignidad. Nos hemos convencido, y no hemos podido admitir esto.
Entonces decido irme a fondo:
—¿Y particularmente con Silvestre?
La parada es limpia y completa:
—A Silvestre le conocí en Melilla hace muchos años, cuando no era más que comandante, y fue muy amigo mío.
—Luego no es verdad –insisto secundando el golpe– eso que cuentan de que tú abandonaste Melilla porque Silvestre te abofeteó.
Pausadamente mueve Abd-el-Krim la cabeza, y con más calma aún que antes dice:
—Cuando yo me vine de Melilla, no estaba Silvestre. Estaba Aizpuru ... Y tampoco he tenido nunca queja de Aizpuru –termina.
Yo permanezco callado un momento, y él entonces, como en soliloquio, dice:
—Tratamos de convencer a los encargados del Gobierno... Les escribimos a Madrid. No nos contestaron... ¡Se reían de nosotros!...
—¿Y entonces –interrogo rápido– tomaste la determinación de romper con España?
—No; la determinación la tomó mi padre. Él nos mandó a mi hermano venirse de Madrid y a mí de Melilla. Yo, como M’hammad, le obedecí.
No hay modo de exaltarle. Los pinchazos no le hacen efecto. ¿Tal vez el cautiverio? Y preparo el hierro al rojo.
—Estuviste preso, ¿verdad, sidi?
Ha palidecido con la espantosa palidez de los cobrizos, poniéndosele el rostro de color ceniza. La mano, que tiene pendiente del brazo del sillón, le tiembla. Pepe Díaz me da un codazo, y al alzar los ojos veo a Amogar haciendo señas de que me calle. Abd-el-Krim no dice, sin embargo, sino estas sencillas palabras:
—En Cabrerizas. Once meses menos dos días.
Pero ha dicho bastante. La cifra exacta, en horas casi, del tiempo de su prisión, demuestra cuán fijo está en su memoria el recuerdo del trance fatal. Sin embargo, no veo en su rostro, que escudriño, señales de furor. Más bien un velo de tristeza...
—Cuéntame eso, sidi –le ruego.
—El capitán Alemán, uno de la Guardia civil, ¿sabes?, y Riquelme me llevaron a presencia del general Aizpuru y me anunciaron que estaba detenido. El general me dijo que se veía obligado a detenerme, de orden de Jordana, porque mi padre no había querido ir al Peñón a cumplimentarle.
Ahora soy yo el que tengo que dominarme para que no se note mi emoción. ¡Es mi país el que hace tales cosas! Por satisfacer el orgullo de un funcionario, más o menos encumbrado, se falta a la ley de gentes, y –“es peor que un crimen: es una torpeza”– se falta atacando a un hombre cuyo poder debía conocerse, y que nos estaba sirviendo, sosteniendo... Trato de disculpar lo que sé que no tiene disculpa, diciendo:
—Eso no es posible. ¿Cómo se va a encarcelar a un hijo por lo que haga o deje de hacer su padre?... Además, que el dejar de cumplimentar a la autoridad no es un delito. ¡Ni al propio interesado le podían hacer nada por eso! Alguna otra cosa habría.
—No la había –responde–. Se me acusó de errores y malicias en un trato que tenía con el capitán de la Policía indígena Sist. Un capitán que no me quería bien... Pero el juez fue Sanz, uno que hoy es general. Puedes preguntarle. Y dijo que no tenía yo culpa, y me absolvió. Ya ves… Y seguí en la cárcel.
—¿Seguiste en la cárcel después de absuelto?
—Seis meses aún. Me dijeron que era preso político.
Callo y medito. Presos políticos... Detenidos gubernamentales... Son resortes de gobierno que no hay inconveniente en emplear; ¿verdad, señores estadistas? Pero a veces el tener seis meses en la cárcel a un hombre ocasiona la pérdida de veinte mil soldados y un gasto de varios miles de millones, sin contar la vergüenza de las derrotas, el horror de los sacrificios...
—¿No quieres saber nada? –me pregunta Abd-el-Krim al verme callado.
—Perdona, sidi –respondo–; es que estaba pensando la forma de rectificarte. Estás equivocado. Si te prendieron fue a petición de Francia, y por tus ideas y tus sentimientos germanófilos.
—No es verdad –replica rápido.
Y enseguida añade, como arrepentido de su precipitación en dar tan rotunda negativa.
—Puede ser; pero a mí no me comunicaron eso. Y no lo creo, además.
—¿No?
—¡Claro que no! Todos los militares que estaban en Melilla, y gran parte de los paisanos, eran germanófilos. Si hubiesen detenido también a los demás, podría admitir eso. Pero se me detuvo a mí sólo... Y otros eran mucho más germanófilos que yo. ¡Mucho más!
Aplastado por su lógica, trato de escalonar mi retirada para abandonar el asunto:
—Tú intentaste escaparte.
—Cuando me comunicaron que estaba absuelto y vi que no me ponían en libertad... Entonces me rompí la pierna –termina, con un deje de amargura.
Yo hago un gesto de condolencia, y Abd-el-Krim ataja las palabras que piensa vaya pronunciar:
—Fue una fatalidad de la que nadie tuvo la culpa. De nada tiene nadie la culpa. Son cosas de conjunto que uno o dos no hacen ni deshacen. Yo a nadie guardo rencor. Al general Jordana mismo no le tenía odio, aunque fue él quien decretó mi encarcelamiento.
Aprovecho la ocasión para cambiar ya el tema de los personalismos:
—La paz, pues, ¿es posible por tu parte?
—Siempre que se conserve la independencia nuestra. De otra manera no habría paz. ¡Pasarían las mismas cosas! Tú sabes que pasarían. Y como ahora, como ahora, seguiría la lucha. ¡Con razón! Tú sabes que con razón.
—Bueno, sidi –digo sin asentir a su indicación–; queda el asunto de los prisioneros. Es lo que más interesa al pueblo español y en lo que más desorientados estamos. ¿Pueden rescatarse?
—Pueden. Pero que vengan a tratar en serio. Ya le habrá dicho mi hermano...
—Sí; mas hay algo en las condiciones que imponéis injusto, evidentemente injusto. Pides la libertad de todos los rifeños presos.
—Claro.
—No tan claro, sidi. Hay entre ellos ladrones y asesinos juzgados y condenados. ¿Ésos también se han de liberar? Los detenidos políticos y los prisioneros de guerra no hay nadie que no crea justo devolvértelos. Pero esos otros, esos otros... ¡son criminales!
—Más criminales son los aviadores, que matan mujeres y niños. A los aviadores que hemos cogido también les hemos formado causa y les hemos condenado. Si los españoles os quedáis con los que habéis condenado, nosotros nos quedaremos con éstos.
—Mohamed, escucha –lo digo con el más persuasivo acento que puedo encontrar–: no muestres una intransigencia que nadie, nadie, en ninguna nación, admitiría. Los aviadores emplean un arma terrible, tan terrible como quieras. Para mí todas las armas son igualmente brutales; pero reconozco, si quieres, que esa lo es más que las otras. Sin embargo, es un arma admitida por todos los pueblos civilizados. Y los militares que la usan por mandato de su patria, en obligación de una obediencia que juraron, no pueden equipararse con asesinos.
—Para mí lo son más que nadie –dice enérgico.
Y añade, exaltándose a medida que habla:
—¡Las naciones civilizadas! Vienen a civilizar con aviadores... Matan seres indefensos, y los matan impunemente. ¡No hay, entre todos los asesinos de la tierra, mayores asesinos!
—Entonces –le digo cortando su peroración– para rescatar a los prisioneros habría de ponerse en libertad a todos, absolutamente a todos los presos, ¿verdad?
—Sí.
—Bien. Y la otra condición es que se os entreguen cuatro millones de pesetas.
—¿Cuatro millones de pesetas? Eso es lo que era antes. Ahora no es.
—¿Ahora es más?
Abd-el-Krim me mira fijo. Yo le miro a él. Hay un silencio. Al cabo me pregunta:
—¿Estás tú facultado por el Gobierno para tratar?
—De ningún modo, sidi –replico–. Ni lo estoy ni lo estaré nunca. No he tenido ni tendré nada que ver con los gobernantes de mi país. Mandé que te lo dijeran. ¿No lo han hecho?
—Sí, sí; está bien. Pero si no tienes facultades para tratar, ¿a qué vamos a discutir?
Insisto con el natural empeño:
—No vamos a discutir condiciones, claro está. Sin embargo, tú puedes decirme a qué obedece el cambio. Esto siquiera...
—Esto ya lo puedes tú comprender. Las negociaciones han sido rotas por el Gobierno español, y esto lo debemos aprovechar nosotros. No hacerla sería abandonar un derecho. Tú lo comprendes. Claro que tú lo comprendes.
Abd-el-Krim habla con deseo de persuadirme. Yo callo, sin asentir ni negar con un ademán ni un gesto. De pronto, tras una pausa, me dice:
—¿No serás como el padre Revilla?
¿A qué viene tal cosa? Hago un movimiento de asombro. Luego digo:
—No sé cómo es el padre Revilla; pero sospecho que no me parezco a él en nada. ¿Por qué me preguntas eso?
—Porque el padre Revilla no dijo lo que yo le dije. Dio a entender que yo no quería soltar los prisioneros; que deseamos tenerlos como rehenes. Nosotros no necesitamos tener como rehenes a los prisioneros. ¿Para qué rehenes, si nosotros tenemos nuestro armamento y nuestros hombres para luchar? Dilo así, así mismo.
—Así mismo lo diré. Ya ves que, aun causándote una molestia grande, estoy escribiendo, palabra por palabra, cuanto me dices. No tienes inconveniente ninguno en liberar a los prisioneros. ¿Lo escribo así?
—Escríbelo.
—Ya está. Y digo que, por tu parte, esperas a que se te acerque un delegado del Gobierno. ¿No es eso?
—Eso es. Pero siempre que no sea un militar. Con militares no trato. Y nada más de esto.
Creo inútil insistir, y me dispongo a dar por terminada la conferencia. Cierro el carnet y guardo el lápiz. Al verlo, Abd-el-Krim me dice:
—¿No tienes más que preguntarme?
—No –respondo–; pero si tú quieres decirme algo, estoy a tu disposición.
Vacila Mohamed, y al cabo habla:
—Decirte yo... ¿Y qué decirte? España sabe demasiado lo que tiene que hacer.
Hace una pausa y continúa:
—Yo creo, sin embargo, aunque esto no debiera decirlo, que a España no le conviene una guerra que no tendrá fin. Y cuando menos lo espere, de seguir así, vendrá otro desastre. Le hubiera convenido una alianza.
—¿Tú crees, sidi, seriamente en la posibilidad de esto después de lo pasado?
Me mira con extrañeza y me dice tranquilamente:
—Ya lo creo. ¡Si no ha pasado nada! Esto es siempre igual. Nosotros los rifeños, que estamos unidos ahora, estuvimos separados antes. Y también...
Se calla. Yo le insto:
—¿Y también... ?
—Nada. Ya no tengo nada más que decirte. Y tú me has dicho que no tenías nada más que preguntar. Creo que hemos terminado.
Se ha puesto en pie. Yo le hago seña de que se detenga.
—Una pregunta aún, sidi, y ni siquiera una nueva pregunta, sino una ratificación de lo ya tratado. Me has dicho que no sentís odio contra los españoles; pero tu hermano ha ido más allá. Ya sé que en todo estáis conformes; sin embargo, conviene que tú me repitas la declaración extensa de tu hermano. ¿Estáis dispuestos a recibir entre vosotros, para cooperar al desenvolvimiento de vuestra prosperidad, a los españoles?
—Ya lo creo. Lo repito.
—¿Quieres dármelo firmado?
Abd-el-Krim vuelve a sentarse. Toma una pluma y escribe el autógrafo cuya reproducción fotográfica es ésta:
[Las puertas del Rif están abiertas para todos los paisanos españoles como lo han estado para el director de La Libertad / Mohamed Abd El Krim / Aydir 2 de agosto 1922]
Me lo alarga, y dice sonriendo:
—¿Quieres más todavía?
—Sí, sidi; quiero que permitas a mis compañeros retratarte.
—No puedo, no; de veras que no puedo. No es por prejuicio político ni religioso. Es que... ¡Es otra cosa! Imposible, imposible.
Alfonsito y Pepe Díaz, que han permanecido tanto tiempo inmóviles y callados, se levantan y quieren hablar. Yo les hago seña de que no intervengan. Y digo a Abd-el-Krim:
—Insisto porque es cosa que a ti y a mí nos conviene. Yo tengo enemigos que, acaso no sabiendo cómo combatirme, negarán esta entrevista; y respecto a ti ya sabes que nuestros gobernantes propalan que estás herido. Desmiente tu herida como Pajarito ha desmentido su muerte. ¡Que te vea el pueblo español a mi lado, bueno y sano, para que sepa cómo se le engaña.
—Está bien. Ven aquí.
Pepe Díaz y Alfonsito van hacia la puerta mientras yo arrastro mi butaca junto al sillón de Abd-el-Krim.
Se tiran las pruebas sin ninguna dificultad. Los fotógrafos dicen que mientras nos retrataron yo tuve apoyada en la nuca la pistola de Amogar. No lo noté. Pero aunque lo hubiese notado no me habría movido... ¡No era cosa de estropear un cliché tan valioso por semejante pequeñez!
—¿Quieres más todavía?
—Sí, sidi; quiero que permitas a mis compañeros retratarte.
—No puedo, no; de veras que no puedo. No es por prejuicio político ni religioso. Es que... ¡Es otra cosa! Imposible, imposible.
Alfonsito y Pepe Díaz, que han permanecido tanto tiempo inmóviles y callados, se levantan y quieren hablar. Yo les hago seña de que no intervengan. Y digo a Abd-el-Krim:
—Insisto porque es cosa que a ti y a mí nos conviene. Yo tengo enemigos que, acaso no sabiendo cómo combatirme, negarán esta entrevista; y respecto a ti ya sabes que nuestros gobernantes propalan que estás herido. Desmiente tu herida como Pajarito ha desmentido su muerte. ¡Que te vea el pueblo español a mi lado, bueno y sano, para que sepa cómo se le engaña.
—Está bien. Ven aquí.
Pepe Díaz y Alfonsito van hacia la puerta mientras yo arrastro mi butaca junto al sillón de Abd-el-Krim.
Se tiran las pruebas sin ninguna dificultad. Los fotógrafos dicen que mientras nos retrataron yo tuve apoyada en la nuca la pistola de Amogar. No lo noté. Pero aunque lo hubiese notado no me habría movido... ¡No era cosa de estropear un cliché tan valioso por semejante pequeñez!
Autógrafo del joven Abd-el-Krim
El hermano del presidente de la República rifeña, ministro de Estado de la misma, horas después de la conferencia celebrada por el autor con Abd-el-Krim, le dirigió, reiterando las palabras suyas a que hace referencia al final de la interviú que antecede, la carta presente:
Sr. D. Luis de Oteyza.
Director de “La Libertad”
Como le he manifestado de palabra le reitero por escrito que el Rif no combate a los Españoles ni siente ningún odio hacia el Pueblo Español. El Rif combate a ese imperialismo invasor que quiere arrancarle su libertad a fuerza de sacrificios morales y materiales del noble Pueblo Español.
Le ruego manifieste a su Pueblo que los rifeños están dispuestos y en condiciones de prolongar la lucha contra el español armado que pretenda quitarles sus derechos, y sin embargo tienen sus puertas abiertas para recibir al español sin armas como técnico, comerciante, industrial, agricultor y obrero.
Mad. Abd-el-Krim
Aydir, 2 agosto 1922
Director de “La Libertad”
Como le he manifestado de palabra le reitero por escrito que el Rif no combate a los Españoles ni siente ningún odio hacia el Pueblo Español. El Rif combate a ese imperialismo invasor que quiere arrancarle su libertad a fuerza de sacrificios morales y materiales del noble Pueblo Español.
Le ruego manifieste a su Pueblo que los rifeños están dispuestos y en condiciones de prolongar la lucha contra el español armado que pretenda quitarles sus derechos, y sin embargo tienen sus puertas abiertas para recibir al español sin armas como técnico, comerciante, industrial, agricultor y obrero.
Mad. Abd-el-Krim
Aydir, 2 agosto 1922
"Hemos reproducido los diálogos sucesivos de Luis de Oteyza con el hermano menor de Abdelkrim, “ministro de Estado” a sus 25 años, y con el propio líder rifeño. El largo fragmento pertenece al texto que el director publicó en La Libertad el 8 de agosto de 1922 y ampliaría en 1924 en forma de libro con el título de Abdelkrim y los prisioneros (reedición en la Biblioteca de Melilla en 2000). Lo encontramos en el apasionante libro de Mohamed Kaddur Antología de textos sobre la Guerra del Rif (editorial Algazara, colección África Propia, volumen 33, Madrid, 2005). Es, dice Kaddur, un “documento verdaderamente importante y prácticamente el único al que tuvo acceso la opinión pública española sin estar interesadamente manipulado y deformado por la censura de la época”.
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